martes, 19 de mayo de 2009

Don Mario no vino a la oficina

El martes 17 de septiembre, Martín Santomé anota en estos simples términos la extraña ausencia de Laura: Avellaneda no vino a la oficina. Siete días después del primer indicio de lo terrible, sólo atina a escribir: Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío.

Cuatro meses más tarde, cuando retoma el diario y escribe sobre la muerte de Laura, quizás un poco para aclarar las ideas, digerir la noticia indigerible, conjurar el paso irrefrenable de la vida o al menos de lo que queda de ella, Martín Santomé reflexiona sobre las formas de decir la muerte:

“Falleció”, dijo la voz del tío. La palabra es un asco. Falleció significa un trámite: “Una mala noticia, señor”, había dicho el tío. ¿Él qué sabe? ¿Qué sabe cómo una mala noticia puede destruir el futuro y el rostro y el tacto y el sueño? ¿Qué sabe, eh? Lo único que sabe es decir: “Falleció”, algo tan insoportablemente fácil como eso. Seguramente se estaba encogiendo de hombros. Y eso también era un asco. (…) Cuando estuve en casa solo en mi cuarto, cuando hasta la pobre Blanca me retiró el consuelo de su silencio, moví los labios para decir: “Murió. Avellaneda murió”, porque murió es la palabra, murió es el derrumbe de la vida, murió viene de adentro, trae la verdadera respiración del dolor, murió es la desesperación, la nada frígida y total, el abismo sencillo, el abismo.
Hoy don Mario no vino a la oficina. A los 88 años el cuerpo vive en un estado permanente de alerta. Cuatro hospitalizaciones en los últimos dieciocho meses fueron algunas de las aproximaciones que la muerte hizo por los lares de don Mario. Hace un rato la noticia de su partida saltó a mis ojos desde una de las ventanas de información con las que llevo horas trabajando. La primera noticia que encuentro repite esa palabra que quiere ser elegante: falleció. Pero hoy don Mario no vino a la oficina y uno piensa en el derrumbe de la vida, en el abismo. Hoy se me murió don Mario, se nos murió.

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